LECTURAS Y COMENTARIO DEL DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO B -
16 DE SETIEMBRE DEL 2012
TÚ, MORIR O SUFRIR
PRIMERA LECTURA
Lectura
del libro de Isaías (50,5-9a):
El
Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los
que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro
ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes;
por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.
Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos.
¿Quién tiene algo contra mí? Que se me acerque. Mirad, el Señor me ayuda,
¿quién me condenará?.
SALMO
RESPONSORIAL (Sal 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9
Caminaré en
presencia del Señor.
Amo
al Señor, porque escucha mi voz suplicante,
porque
inclina su oído hacia mí
el
día que lo invoco. R/.
Me
envolvían redes de muerte,
me
alcanzaron los lazos del abismo,
caí
en tristeza y angustia.
Invoqué
el nombre del Señor: «Señor, salva mi
vida.» R/.
El
Señor es benigno y justo,
nuestro
Dios es compasivo;
el
Señor guarda a los sencillos:
estando
yo sin fuerzas, me salvó. R/.
Arrancó
mi alma de la muerte,
mis
ojos de las lágrimas, mis pies de la caída.
Caminaré
en presencia del Señor
en
el país de la vida. R/.
SEGUNDA LECTURA
Lectura
de la carta del apóstol Santiago (2,14-18):
¿De
qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es
que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin
ropa y faltos del alimento diario, y que uno de ustedes les dice: «Dios los
ampare; abríguense y llénense el estómago», y no les dan lo necesario para el
cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está
muerta. Alguno dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras,
y yo, por las obras, te probaré mi fe.»
EVANGELIO
Lectura
del santo evangelio según san Marcos (8,27-35):
En
aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de
Felipe; por el camino, preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy
yo?».
Ellos
le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los
profetas.»
Él
les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy?». Pedro le contestó: «Tú eres
el Mesías.»
Él
les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El
Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los
ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres
días.» Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a
los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas
como los hombres, no como Dios!»
Después
llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse
conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el
que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por
el Evangelio la salvará.»
Palabra
del Señor
COMENTARIO
Tú eres el Mesías le dice Pedro a Jesús.
“Mesías” en hebreo y “Cristo” en griego significan literalmente “el ungido”,
aquel que ha recibido la unción por la que el rey obtenía la fuerza del
Espíritu.
La palabra se convirtió en nombre propio
de Jesús: Jesucristo es Jesús-Mesías. Para un judío la palabra Mesías hacía
vibrar las esperanzas más hondas de Israel. Si queremos medir su impacto, hemos
de llenarla de significados muy diversos, que se refieren sin embargo a dos
datos fundamentales: el Mesías sería el enviado de Dios, y sería enviado ante
todo para salvar al pueblo elegido y luego a todas las naciones. A partir de
esto, unos soñaban con un rey guerrero,
otros con un gran profeta de justicia. Para todos sería poderoso, sabio, muy
religioso, muy cerca de Dios, liberador en todos los sentidos de esta
palabra. Pero nunca, nunca, un judío se
habría imaginado a un Mesías que pudiese sufrir.
Hay que observar bien el lugar de la
famosa declaración de Pedro: en el centro del evangelio. Hasta entonces no han
cesado de preguntarse: ¿quién es este hombre? Ahora los discípulos lo saben: es
el Mesías. Pero una nueva cuestión los va a preocupar llenando toda la segunda
parte del evangelio: ¿cómo este extraño Mesías puede ser un libertador, un
triunfador, y caminar hacia la muerte?
Jesús lee en ellos esta incomprensión. Sobre todo, que no
proclamen a la gente ese título de Mesías demasiado cargado de viejos sueños:
“Les prohibió terminantemente decírselo a nadie”. Sí, es el Mesías, sí será
el salvador, pero
no según sus ideas: “Empezó a instruirlos: este hombre tiene que padecer mucho, ser ejecutado y resucitar”. De momento, resucitar es algo que
no les impresiona: quizás piensan vagamente en
la resurrección de todos los justos “el último día” no puede concebir
esta resurrección absolutamente única que va a hacer explotar toda la gloria
del auténtico Mesías. No pueden encajar el choc de esas palabras desconcertantes
aplicadas a su Mesías: sufrir, morir. Pedro pierde los estribos y “empezó a
reñirlo”.
En este momento del evangelio, su trato
asiduo con Jesús les permite discutir con él, progresar y llegar a este grito
tan fenomenal: “¡Tú eres ciertamente el Mesías!”. Pero, para acercarse al misterio
total ¡cuántos diálogos se necesitarán tan borrascosos como éste!: Pedro: ¿Tú
sufrir y morir?. ¿Tú el Mesías?. Jesús llama a toda la gente para gritarle esta
verdad tremenda: “Si alguno quiere
seguirme, que coja su cruz”. No podremos en este mundo levantar el misterio de
este sufrimiento inevitable. Lo único
que podemos hacer es dar crédito a Dios, el crédito más difícil: esperar el día
en que sepamos por fin por qué el Padre que nos ama no podía darnos, ni a su
Hijo ni a nosotros, una vida sin la cruz.
Pbro.
Roland Vicente Castro Juárez