TODOS LOS DIFUNTOS (02 DE NOVIEMBRE )
En este día dedicado a la
memoria de todos los fieles difuntos, nuestro recuerdo se dirige
especialmente hacia aquellos conocidos, amigos y familiares nuestros que
han dejado este mundo. Su muerte quizás nos hace sentir con mayor hondura
la precariedad de la vida presente y nos lleva a hacernos preguntas como
éstas: ¿Dónde están nuestros difuntos? ¿Hacia dónde vamos nosotros, destinados
también a la muerte? ¿Qué sentido tiene la muerte? ¿No será la muerte
la última manifestación del "sin-sentido" de la vida? Este
carácter absurdo y misterioso de la muerte, nosotros como cristianos sólo
lo podemos iluminar con la fe, con la luz que surge de este doble
acontecimiento: Jesús murió; Jesús resucitó.
Jesús,
muriendo él mismo nos enseñó a morir y nos aclaró el sentido de la
muerte. ¿Cómo no hacer un paralelismo entre la muerte de Cristo y la
muerte de aquellos hermanos que hoy recordamos? Y este paralelismo tiene
una razón profunda de ser, por cuanto deriva de una ley esencial de la fe
cristiana: la muerte de Cristo está necesariamente vinculada a la muerte
de todos y cada uno de los cristianos.
La
historia de Jesús no acabó con la muerte. En aquel domingo, las mujeres
que buscaban el cuerpo de Jesús, encontraron el sepulcro vacío: "Por
qué buscan entre los muertos al que vive". Aquel que murió y fue
sepultado, recibe ahora el titulo significativo de "El que vive"
(El Viviente), denominación que el Antiguo Testamento reservaba
sólo para Dios. Repetir hoy que Jesucristo es "El que vive" es,
pues, un pleno acto de fe en El como Hijo de Dios y redentor nuestro. Es
también muy apropiado para dar el auténtico sentido cristiano a este día,
en el que hacemos memoria de nuestros muertos.
Hoy
que recordamos la muerte, y que quizás incluso nos acercamos
personalmente a los sepulcros de los seres queridos que "nos han
precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz", confesar
que Jesús es "el que vive", ahora y para siempre, es proclamar
la noticia gozosa hasta sus últimas y más consoladoras
consecuencias. Proclamar que a la muerte de Jesús siguió su gloriosa
resurrección es colocar el más sólido fundamento de nuestra esperanza
cristiana.
Por
el ejemplo de Cristo y por su fuerza, los cristianos podemos pasar por la
muerte de un modo que transforma totalmente sus aspectos negativos.
Si hacemos de nuestra existencia una continua expresión de amor a
Dios y a los hombres, entonces nuestra muerte, como la de Cristo,
será instrumento de vida y victoria.
Un
numeroso grupo de médicos y moralistas cristianos europeos, reunidos para
estudiar el tema de "la verdad y la mentira en el mundo
sanitario", lo reconocía: el mundo actual esconde la muerte, la
convierte en silencio y renuncia a preparar al hombre para morir.
Nosotros, cristianos, no podemos aceptar este juego. Nuestra fe nos debe
dar el coraje de mirarla cara a cara e incluso de llamarla, como hacía
san Francisco de Asís, "la hermana muerte". Los cristianos no
tendríamos que temerla. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos
para El morimos. Y valoramos tanto la muerte de Cristo, que incluso la
hacemos objeto de celebración festiva.