jueves, 31 de octubre de 2013

TODOS LOS DIFUNTOS (02 DE NOVIEMBRE)

TODOS LOS DIFUNTOS (02 DE NOVIEMBRE )
  

En este día dedicado a la memoria de todos los fieles difuntos,  nuestro recuerdo se dirige especialmente hacia aquellos conocidos,  amigos y familiares nuestros que han dejado este mundo. Su muerte  quizás nos hace sentir con mayor hondura la precariedad de la vida  presente y nos lleva a hacernos preguntas como éstas: ¿Dónde están  nuestros difuntos? ¿Hacia dónde vamos nosotros, destinados también  a la muerte? ¿Qué sentido tiene la muerte? ¿No será la muerte la  última manifestación del "sin-sentido" de la vida? Este carácter absurdo  y misterioso de la muerte, nosotros como cristianos sólo lo podemos  iluminar con la fe, con la luz que surge de este doble acontecimiento:  Jesús murió; Jesús resucitó.
Jesús, muriendo él mismo nos enseñó a morir y nos aclaró el sentido  de la muerte. ¿Cómo no hacer un paralelismo entre la muerte de Cristo  y la muerte de aquellos hermanos que hoy recordamos? Y este  paralelismo tiene una razón profunda de ser, por cuanto deriva de una  ley esencial de la fe cristiana: la muerte de Cristo está necesariamente  vinculada a la muerte de todos y cada uno de los cristianos.

La historia de Jesús no acabó con la muerte. En aquel domingo,  las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús, encontraron el sepulcro  vacío: "Por qué buscan entre los muertos al que vive". Aquel que murió  y fue sepultado, recibe ahora el titulo significativo de "El que vive" (El  Viviente), denominación que el Antiguo Testamento reservaba sólo  para Dios. Repetir hoy que Jesucristo es "El que vive" es, pues, un pleno acto  de fe en El como Hijo de Dios y redentor nuestro. Es también muy apropiado para dar el auténtico sentido cristiano a  este día, en el que hacemos memoria de nuestros muertos.
Hoy que  recordamos la muerte, y que quizás incluso nos acercamos  personalmente a los sepulcros de los seres queridos que "nos han  precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz", confesar  que Jesús es "el que vive", ahora y para siempre, es proclamar la  noticia gozosa hasta sus últimas y más consoladoras consecuencias. Proclamar que a la muerte de Jesús siguió su gloriosa resurrección es  colocar el más sólido fundamento de nuestra esperanza cristiana.

Por el ejemplo de Cristo y por su fuerza, los cristianos podemos  pasar por la muerte de un modo que transforma totalmente sus  aspectos negativos. Si  hacemos de nuestra existencia una continua expresión de amor a Dios  y a los hombres, entonces nuestra muerte, como la de Cristo, será  instrumento de vida y victoria.


Un numeroso grupo de médicos y moralistas cristianos europeos, reunidos  para estudiar el tema de "la verdad y la mentira en el mundo sanitario",  lo reconocía: el mundo actual esconde la muerte, la convierte en  silencio y renuncia a preparar al hombre para morir. Nosotros, cristianos, no podemos aceptar este juego. Nuestra fe nos  debe dar el coraje de mirarla cara a cara e incluso de llamarla, como  hacía san Francisco de Asís, "la hermana muerte". Los cristianos no tendríamos que temerla. Si vivimos, vivimos para el  Señor; si morimos para El morimos. Y valoramos tanto la muerte de  Cristo, que incluso la hacemos objeto de celebración festiva.