SAN
MARTÍN DE PORRES
(1579-1639)
retrato original de San martín de Porres |
Arrojada
en las tierras vírgenes de América, la sangre de los conquistadores germinaba
en flores de santidad. Una de ellas fue ese santo varón, hijo natural de un
noble caballero burgalés y de una esclava panameña. En el rostro moreno llevará
siempre la huella del mestizo. Muy niño, va con su padre a Guayaquil, donde
aprende a leer y escribir, y unos años más tarde vuelve a Lima, su patria,
donde, al lado de un rapista, aprende el oficio de barbero y sangrador; pero,
mal avenido con la navaja y la lanceta, aunque luego supo manejarlas
diestramente toda su vida, tomó el hábito de donado dominico en el convento de
Santo Domingo de Lima. Tenía entonces la edad de veintiún años.
Aquí
termina su historia externa y empieza la de sus aventuras místicas. Pobre,
nunca quiso tener más que un hábito de grueso cordellate y una túnica interior
de tosca jerga; humilde, encontraba su delicia en que le llamasen mulato,
hipócrita y engañador; penitente, se alimentaba de raíces, vestía cilicios de
acero con agudas puntas, y se daba la disciplina tres veces cada noche, una con
cadenas de hierro, otra con látigo de cuero y la tercera con varas de
membrillo. Por la noche paseaba por el claustro azotándose, y cuatro ángeles le
acompañaban con antorchas. No tenía celda para dormir. Pasaba las veladas de
rodillas delante del tabernáculo, y cuando el sueño le rendía se dejaba caer en
las gradas o bien se echaba en la caja donde llevaban a enterrar a los muertos.
Los ojos se le iban detrás de los crucifijos, y a veces, con los ojos, el
cuerpo, pues arrebatado por la fuerza del amor, se lanzaba en alto, volaba
hacia la imagen de Cristo y arrimaba la cara a su pecho, como recogiendo los
latidos del corazón divino.
Alfonso
Rodríguez era por aquellos días el tipo perfecto del hermano portero; el lego
de Lima realizaba el ideal del enfermero. Para él no había enfermedad
contagiosa ni llaga repugnante. El deseo de un enfermo era una orden sagrada, y
muchas veces no necesitaba manifestarle al exterior. Bastábale decir
interiormente: « ¡Oh si estuviese aquí el hermano fray Martín! », para que fray
Martín volase a su lado; y si no tenía llave, pasaba a través de las paredes.
—¿Cómo
has entrado aquí?—preguntaba el paciente.
—No
te metas a bachiller—respondía él—; da gracias a Dios, duerme y descansa.
Esta
misma piedad tenía con los animales. Los acariciaba, los cuidaba en sus
dolencias, les aplicaba sus remedios de albéitar, les vendaba las heridas y
lloraba su desaparición. En un muladar vio tirada una mula vieja que tenía una
pata rota. Compadecido de ella, díjole con imperio:
—Criatura
de Dios, levántate y anda.
San
Martín de Porres, religioso DominicoLevantóse al punto y fue tras él al
convento, donde sirvió todavía muchos años. Otras veces sus curas eran más
laboriosas. Si veía herido algún perro, algún mirlo o alguna oveja, les
llamaba, les aplicaba el remedio y les recomendaba reposo hasta que
cicatrizasen las heridas. En una ocasión, el mayordomo del convento mandó matar
a un perro que había servido ya veinte años. Habiéndolo sabido fray Martín,
mandó a los esclavos que llevasen el cadáver a su aposento, y con él se pasó
una noche pidiendo la resurrección del perro. Durante muchos años el perro
acompañó a su bienhechor, acariciándole con la cola, agradecido.
Como
se ve, fray Martín hacía los milagros más sorprendentes que se lee en las vidas
de los santos, y los hacía con una facilidad pasmosa. Se hacía invisible para
que nadie le molestase en sus devociones; salía de noche por el claustro del
convento, atravesando los aires envuelto en nube de luz, haciendo en un
instante viajes prodigiosos; sin moverse de Lima, se presentaba en las Molucas
y en China, en Méjico y en Argel, para aliviar a los enfermos, libertar de la prisión
a los misioneros e instruir a los cristianos; plantaba árboles que daban fruto
todas las estaciones del año, y sin saber más que deletrear no muy rápidamente
y manejar los instrumentos de su oficio, explicaba de una manera tan soberana
los más altos misterios, que las gentes le escuchaban embelesadas, y hasta el
virrey, el arzobispo y los maestros de teología iban a pedir su consejo.
Ya
en Lima sólo se hablaba de los milagros del santo lego. Entre la buena
sociedad, lo mismo que en las plazas, los limeños se entretenían cantando la
última maravilla del santo Martín. A la portería, lo mismo que a la sacristía,
afluían constantemente multitud de curiosos y devotos que querían remediar una
necesidad o presenciar un prodigio, y cuenta uno de los biógrafos que el prior
llamó una vez al taumaturgo y le dijo:
—Hermano
Martín, bajo santa obediencia, le prohíbo que haga milagros sin pedirme antes
permiso.
Pero
fray Martín seguía haciendo milagros, sin darse cuenta siquiera, y aun pensando
obedecer. Sucedió que, pasando frente a un andamio, resbalóse un albañil y cayó
desde gran altura, diciendo en presencia del peligro.
—¡Sálveme,
fray Martín!
—¡Espere
un rato, hermanito, mientras pido permiso!
Así
dijo el taumaturgo, y el albañil se quedó en el aire hasta que vino su salvador
con la licencia.
En
otra ocasión, ordenó el prior al portentoso donado que comprase para el consumo
de la enfermería un pan de azúcar. Tal vez no llevaba el dinero suficiente para
proveerse de azúcar blanca y refinada; el hecho es que se presentó con un pan
de azúcar mascabada.
—¿No
tiene ojos, hermano?—díjole el superior—. ¿No ha visto que, por lo «prieta»,
más parece chancaca que azúcar?
—No
se preocupe su paternidad por eso—contestó el enfermero—. Con lavar ahora mismo
el pan de azúcar se remedia todo.
Y,
sin dar tiempo a que el prior le arguyese, metió el azúcar en el agua de la
pila, sacándolo limpio y seco.
Entre
muchas cosas buenas, España llevó también a América los ratones, o los
pericotes, como allá se dice. Cuentan que al Perú llegaron en uno de los buques
que con cargamento de bacalao envió cierto obispo de Palencia, llamado don
Gutierre. Cuando fray Martín era enfermero de Santo Domingo, los ratones
campaban por sus respetos en la enfermería, en la cocina y en el refectorio.
Por otra parte, los gatos, llevados también por los españoles, eran tan escasos
en la ciudad, que uno costaba doscientos pesos. Había, en cambio, muchas
ratoneras, y fray Martín, a pesar de su amor por los animales, no se descuidaba
de usarlas, aunque no sin ciertos escrúpulos. Y he aquí que un día un
ratonzuelo bisoño se dejó coger en la trampa. Tomólo el enfermero, pero no se
resolvió a matarlo; al contrario, poniéndole en la palma de la mano, le dijo:
San
Martín, —Váyase, hermanito, y diga a sus compañeros que no sean molestos en
esta santa casa; que se vayan a vivir en la huerta y que ya iré yo a llevarles
alimento cada día.
El
embajador cumplió su embajada, y la orden se cumplió religiosamente. Martín
hizo honor a su palabra, y diariamente se presentaba en la huerta con su cesto
de desperdicios, no tardando en verse rodeado de la familia ratonil.
Hay
que reconocer, sin embargo, que en su enfermería había también un gato, y
juntamente con el gato, un perro, y, gracias a sus buenos oficios, uno y otro vivían
en fraternal concordia, comiendo juntos en la misma escudilla. Estaban una
tarde merendando en santa paz, cuando de pronto gruñó el perro y encrespóse el
gato. Era que un ratón, husmeando el olorcillo de la vianda, había asomado el
hocico fuera de un agujero. Al darse cuenta, fray Martín dijo a sus viejos
amigos:
—Cálmense,
criaturas del Señor; cálmense. Y, acercándose al agujero del muro, añadió:
—Salga
sin cuidado, hermano pericote; paréceme que tiene gana de comer; venga aquí,
que no le harán daño. Vaya, hijos—prosiguió hablando con perro y gato—; hagan
sitio al nuevo convidado, que Dios dará para todos.
Había,
no obstante, ciertos individuos con los cuales fray Martín tenía entrañas de
acero: eran los demonios. Una tarde subía por una escalera del convento
llevando un brasero encendido, cuando de repente ve al diablo apostado en un
rincón.
—¿Qué
haces ahí, bestia maligna?—le preguntó.
—Estoy
en acecho, como hace un buen cazador—respondió el enemigo.
—¿Y
qué es lo que cazas, desgraciado?
—A
unos que por aquí pasan los hago tropezar, a otros caerse, a otros los asusto o
les apago la luz; ¿te parece poca presa?
—Pues
yo te mando—dijo el lego—que ahora mismo te vayas al infierno.
—Y
¿quién eres tú?—replicó el espíritu—. No me da la gana.
—¿Que
quién soy yo? Ahora lo vas a ver. Así decía fray Martín, con la cara encendida
por la cólera, mientras se quitaba la correa, y la emprendía a zurriagazos con
su enemigo. Corría el demonio aullando y bramando, mas no se decidía a marchar
de allí. Entonces el fraile cogió un carbón del brasero, trazó la señal de la
cruz en la pared, y ésta fue la señal de la fuga.
Sin
embargo, estas luchas en él no fueron tan frecuentes como en el lego de
Mallorca. El castellano, descendiente de guerreros, hombre luchador, pasa los
días y las horas en combates terribles; el mestizo no tiene más arma que la
disciplina. La gracia le ha transformado de tal modo, que parece no sentir las
turbaciones de la tentación. Camina por la vida con la sencillez de un niño; el
milagro es para él un juguete; obra siempre con ingenuidad y ni en su sonrisa
ni en sus ojos hay asomo de malicia. Pertenece a la estirpe de aquellos que,
como decía San Juan Crisóstomo, conquistan el reino de los Cielos como cantando
y danzando.